No se sabe a ciencia cierta cómo, 4.000 años antes de Cristo, descubrimos que el hierro se fundía a 1535 grados. Pero lo hicimos. De esa época datan los primeros objetos fabricados con este metal; sin embargo, su uso parece ceremonial y escaso. Se sabía trabajar el hierro, pero ese saber era tan rudimentario que no merecía la pena hacerlo.
El verdadero boom del hierro vino después, cuando en torno al siglo XII y X a. C., las sociedades del bronce plenamente constituidas empezaron a notar los yacimientos de estaño empezaban a vaciarse. Y aún así costó mucho: localizar el hierro, fundirlo a temperaturas altas y, finalmente, forjarlo seguía siendo una proeza técnica. Siguió siéndolo mucho tiempo. Por eso, cuando los primeros exploradores europeos se internaron en los helados páramos del ártico, se sorprendieron al ver que los inuit usaban herramientas de hierro.
¿Cómo era eso posible? Por un lado, era evidente que no tenía la capacidad técnica para fundir el hierro en aquellas condiciones, tampoco debía de ser sencillo encontrar vetas de hierro en mitad del frío y la nieve. Y, sin embargo, tenían arpones y herramientas que, por su factura técnica, no había sido fabricados en otro sitio y llegado a sus manos a través de mercaderes.